Estas semanas de intenso trabajo, desarrollando talleres de “Coaching y Política”, he profundizado en los quiebres de los líderes políticos, algunos de ellos no muy distintos que los que tienen aquellos que se desempeñan como líderes directivos en el ámbito privado, en las organizaciones empresariales, religiosas, sociales, del arte o del ocio, porque su naturaleza es profundamente humana. Me refiero a los riesgos que el líder tiene acechando tras de sí como una sombra, por el poder que administra, por el rol que ejerce, por la necesidad de defenderse y por la importancia que lo que hace tiene y como ser humano necesita.
Así, en el mundo de la Política es habitual que en algún momento el político olvide que el Poder es un juicio que otros nos otorgan, que la autoridad que le ha dado poder, se ha constituido a partir de esos juicios, tras los cuales hay expectativas de quienes les eligieron y tras esas expectativas hay creencias y supuestos. En ese momento puede considerar que el poder viene de él mismo, con independencia de lo que haga y aparece un primer enemigo propio, la soberbia
Desde esa soberbia empieza a alejarse de aquellos que le siguieron y suele quedarse con el círculo de quienes le dicen lo que quiere oír. Voces que se dirigen al rol que representa y no a la persona que es.
Este es su segundo gran riesgo confundir el rol y la persona, que lleva al líder a considerar que el seguimiento que ha logrado es el resultado de quien es y no del rol que en un momento tomó. Y el seguimiento no es a José Pérez, sino al rol que José Pérez tomó en un momento determinado, de hecho el liderazgo es un espacio de rol en el que se integran conductas, actitudes y creencias, pero que no implica que sea la materia del ser de José Pérez, aunque puede ser que durante la mayor parte de su vida José Pérez actúe como líder.
Esa confusión metafísica que lleva a tergiversar la identidad, lleva también a que la vanidad aparezca y ciegue a quien le ocurre.
Ambos riesgos pueden parecer el mismo, sin embargo sus orígenes son distintos, en uno se confunde la fuente, en otro se confunde el rol.
Ostentar posiciones de liderazgo es cierto que coloca a las personas en el centro de ataques en la medida que propone cambios en los que algunos sienten que van a perder algo, que suele implicar, además, dedicaciones exhaustivas, especiales cuidados, elementos que van generando una gruesa coraza, que en muchos casos arrastra al líder a separarse del resto de su vida, a confundir su vida con su rol. Un nuevo desvinculamiento, una nueva brecha en su armonía.
Las consecuencias son distintas, en algunos casos esa coraza termina opacando la grandeza, distanciando del equilibrio y aquello que en algún momento lo llevó a empezar una tarea de sentido. En otros esa auto-abducción plantea una necesidad de intimidad que puede llevar a la persona que hay detrás del rol a buscarla aprovechando su propia posición de influencia en las situaciones menos adecuadas. Y otra vez el círculo se pone en marcha: creemos que esa facilidad es la consecuencia del propio atractivo de nuestro ser y no del rol que ejercemos. Eso que se se ha llamado la erótica del poder. Nos atrae y atraemos a través de él.
Me he referido alguna vez al escritor español Javier Marías y su descripción del síndrome de "tarima", para referirse a esa atracción que produce el profesor cuando habla desde la tarima real o imaginaria, que puede llevarlo a creerse irresistible y a no preguntarse cuál será su atracción cuando va a comprar a la panadería como un humano normal ¿Se habría producido allí esa atracción si la alumna o el alumno hubiesen conocido en ese rol al profesor? Porque cuando bajamos de la tarima, es decir cuando abandonamos el rol, gran parte del encanto se pierde.
Tal vez detrás esté la necesidad de importancia que los seres humanos tenemos, y esa necesidad configura un posible nuevo engaño en un espacio tan central como es servir. ¿Por qué servimos, porque necesitamos sentirnos importantes para el otro o porque amamos a ese otro por el mero hecho de ser humano? ¿A qué importancia servimos a la del otro o a la nuestra?
Este vértigo del hacer para sentirnos importantes, es el que Ronald Heifetz llama “la zona de insaciabilidad” una insaciabilidad que puede ser el invisible enemigo del sí mismo, esa sombra acechante de la que hablábamos.
¿Quién le muestra esto al líder si es que está dispuesto a descubrirlo? No me cabe duda que este es un espacio de coaching como se concibe desde la matriz ontológica, el discernir poder, rol, persona, necesidades humanas y sentido.
No hace mucho leí un artículo de la neuróloga Andrea Slachevsky titulado “El cerebro intransigente” donde subrayé el siguiente párrafo “En hebreo la palabra honor (kabod) y pesadez (kabed) comparten el mismo origen, para Ouaknin esa homonímia sugiere que para avanzar es necesario liberarse de uno mismo y relativizar nuestros modelos internos”.
Expandir esos modelos internos para abrirse a la comunidad y a las señales es trabajo de crecimiento para los líderes y para los coaches.