En el número 17 de la Revista Conversaciones de Coaching aparece el artículo que reproduzco aquí:
“Solo se ve bien con el corazón, lo
esencial es invisible a los ojos”, le dice el zorro al Principito.
No vemos la
honradez con los ojos, pero la sentimos, no vemos la forma del amor ni sus
colores, pero lo experienciamos. No podemos hablar de eficiencia para hablar
del amor, ni cuando en los mundos complejos nos enfrentamos a desafíos en los
que debemos dedicar tiempo a pensar, a conversar, a descartar, a permitir que
los fenómenos decanten sus procesos y dejen que la calidad emerja a su ritmo.
Lo que sí requerimos es conocer la
naturaleza de la invisibilidad y de los requerimientos que hay detrás de una ineficiencia
que nos puede mostrar finalmente
la grandeza. La filosofía y el arte pueden ser
ineficientes, caminar despacio mirando los paisajes, las almenas de las
murallas o el horizonte del océano Atlántico puede ser ineficiente, sin embargo
el pensamiento se sublima en la filosofía, la belleza en el arte, el amor en un
largo paseo en el que la presencia captura la velocidad de los pasos o la
oportunidad de las palabras dichas.
Cuando hacemos acompañamiento en las
organizaciones, en los conflictos sociales o en el desempeño de los roles, la
práctica de cierta comprensión del coaching tiende a buscar la mejor forma de
coordinar acciones, de hacer que las cosas ocurran. La intención es buena, pero
supone que hay un entendimiento común de la acción, que existe un acuerdo sobre
la decisión de llevarla a cabo, que tenemos la disposición para hacernos cargo.
Demasiados supuestos que no siempre son reales. En esa brecha podemos poner las
artes de nuestro oficio, es cierto.
Entender la acción no suele ser el
problema, el alineamiento con su implementación es menos común, porque supone
intenciones y aún más allá, una interpretación del sistema en el que esa acción se
inserta; pero el problema de fondo en el coaching o el acompañamiento de las conversaciones
sociales es el de la legitimación de
quienes deben ponerse de acuerdo para que algo suceda, porque su aporte es
necesario, porque su empuje y conducción son requeridos o porque su oposición
debe ser disuelta o postergada.
Para lograrlo no podemos invocar a la
eficiencia. La legitimidad o su ausencia son invisibles, necesitamos sentarnos
alrededor de un fuego protector, mirarnos a los ojos, reconocer el aliento
común de lo humano, permitir que la diferencia no nos lleve a considerar
enemigo a quien es diferente. La eficiencia, entonces, no tiene que ver con
dedicarle más o menos tiempo, sino con hacer aquello sin lo cual los resultados
no se lograrán o se darán de forma inequitativa, desigual o con altos costos
para la dignidad y la excelencia.
Pueden pasar horas, días, meses, para
que la interlegitimación ocurra. Las conversaciones para posibles
conversaciones, así las llama la escuela de coaching que se denomina
ontológico, aunque nunca alcanzo a saber muy bien por qué; esas conversaciones,
digo, son esenciales para que los grandes desencuentros reduzcan su distancia.
El Papa Francisco ha mostrado en su
mandato (no creo que debamos seguir usando la palabra pontificado) una clara
propensión a lo que llama la Cultura del encuentro, que en el fondo constituye
su propuesta papal. “Hacia una cultura del encuentro” es el título de un libro publicado en el
2015 en Buenos Aires, cuyo editor es Mons. Víctor Manuel Fernández, Rector de
la Pontificia Universidad Católica Argentina. Y cito esto porque dia a
día me aparece la idea de que los coaches tenemos el desafío de trabajar para
esa cultura del encuentro, aunque algunos, como yo, veamos a las religiones
como matrices ideológicas que dificultan el encuentro, como en general lo
dificultan todas las ideologías y los fundamentalismos.
“Vete a ver las rosas;
comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adios y yo te
regalaré un secreto (…) Lo que hace más importante a tu rosa es el tiempo que
tú has perdido con ella” Eso le dice el zorro al Principito.
Todas las rosas tienen
una belleza magnífica, la nuestra es aquella que cuidamos, encontrémonos con
los otros jardineros de rosas para entender el profundo cuidado que hay en sus corazones,
su desazón, su soledad, tal vez así más que discutir por la rosa más bella, nos
encontraremos con nuestros anhelos similares.
Acompañar esos
encuentros como invisibles hilos mediadores puede ser poco eficiente a los ojos
de algunos príncipes, pero a mis años
quiero hacerlo, al cabo ya soy un zorro… viejo.