Subo ahora al blog el artículo que a principios del 2015 me solicitó Newfield Network y que se publicó en su Newletter hace dos semanas. Hoy ya se debatido mucho sobre el tema sobre el que escribí en la primera semana de Febrero.
"Me plantea Fernando Véliz la inquietud por este momento que vive Chile: tras aparentes avances y progresos, tras las cifras que hablan de un país que se va destacando en su región, aparece el descontento cada vez más generalizado y las formas violentas de expresar esa molestia. ¿Qué conversaciones necesitaríamos? Se pregunta y me pregunta Fernando.
Sobre esto quiero reflexionar, sobre mi 
interpretación de las causas y, por ende, los caminos de solución que 
vislumbro para poder pasar a otro escenario social y a una emocionalidad
 diferente. Parto por decir que, aunque el foco sea Chile, creo que se 
trata de una situación coincidente en otras partes del mundo. No sé si 
considerarlo un fenómeno mundial, pero sí internacionalmente extendido. 
Así, en la otra esquina de mi corazón, España me envía los mismos 
mensajes
¿Qué conversaciones necesitaríamos?
Conversamos para avanzar en algún 
sentido, conversamos para crear espacios a lo posible y para eso el 
requisito es confiar que la conversación sirva para algo. Si no fuera 
así, sólo hablaríamos para descargar nuestras emociones o para herir al 
que está enfrente o hablaríamos solamente si hay micrófonos para que el 
mensaje les llegue a quienes no están, pero que de alguna forma 
validamos.
Aprendimos que cuando no legitimamos al 
otro no hay conversación posible. Por eso en la taxonomía ontológica 
existen las conversaciones para posibles conversaciones y en la vida 
existen mediaciones a partir de que damos alguna cuota de credulidad a 
los mediadores.
Apunto, por lo tanto, a que debemos 
plantearnos qué ha hecho que hayamos perdido la confianza en los líderes
 políticos, religiosos y sociales y mucho más allá aún, en las 
instituciones que nos hacían tener un cierto sentido de seguridad. 
Frecuentemente ante los casos de corrupción de cualquier tipo nos 
quedamos en su dimensión de criminalidad, de abuso personal, de 
descalificación al corrupto, pero el mayor daño es invisible y tiene que
 ver con esa pérdida de confianza, que unida a la rabia se convierte en 
violencia.
La violencia en las calles, sea por una 
protesta en defensa de derechos, por la percepción de un grupo de 
sentirse marginado o por ganar o perder un partido de fútbol, es la 
respuesta a la desconfianza más absoluta, es la expresión de “no creo en
 ti”, “no creo en esta sociedad”, “no creo en el discurso de mierda que 
la sostiene” (disculpen la grosería, estoy tratando de ponerme en la 
piel del que desconfía y siente que la sociedad en su conjunto es una 
construcción mentirosa) e implica que no se encuentre sentido a respetar
 regla alguna si no se cree en el sistema para el que teóricamente 
servirían.
Emerge una profunda violencia interior 
en quienes no se sienten parte del consenso social y preferirían 
renunciar a una pertenencia que no comparten.  El filósofo argentino Luis
 Diego Fernández anuncia el renacimiento de una nueva conciencia 
libertaria, que no tiene signo político, no es de izquierdas, ni de 
derechas. Ante la decepción profunda de su experiencia social, el 
individuo se centra en sí mismo y su percepción de derechos, y esto abre
 el espacio para el cuestionamiento de las formas en las que estamos 
organizados. Surge con ello una amenaza para la democracia y el orden 
que le da soporte, que lamentablemente los políticos están tardando en 
ver.
Cito a Fernández “En ambas perspectivas 
libertarias (…) lo que se observa es una necesidad de repensar la idea 
de comunidad y los vínculos, luego, de ciertas estructuras que parecen 
estar en crisis terminal o en vías de reformulación, sea la democracia 
representativa tradicional (bipartidista) o los populismos de izquierda o
 derecha”.
Perder la confianza tiene un alto costo 
para todos, en otros momentos de la historia los grupos sociales han 
buscado a un salvador ¿Pero quién puede ser ahora el salvador o los 
salvadores? La Iglesia desprestigiada (pongo ejemplos enmarcados en 
Chile y tal vez lo más reciente para socavar esa confianza sea el 
nombramiento como Obispo de Osorno de Juan Barros vinculado al terrible 
caso Karadima), los políticos aparecen cada vez más relacionados con 
prácticas inconsistentes con sus declaraciones o claramente anti éticos 
(me remito al caso Penta, por hablar de uno de los últimos, en mi país 
surgen todos los días), los gobiernos se enfrentan a innumerables 
limitaciones para ejercer su poder por la propia estructura de una 
sociedad que demanda participación y está facultada para oponerse, los 
empresarios aparecen relacionados con la corrupción (los casos de 
colusión para la fijación de precios, de evasión de impuestos, de 
incumplimiento de leyes), los medios de comunicación más interesados en 
crear la noticia aunque sea a costa de la verdad que en hacer un balance
 objetivo, la justicia en descrédito (el reciente caso del hijo del 
senador Larrain supone un fallo que tiene difícil concitar comprensión 
alguna en la ciudadanía).
No parecen haber muchas ventanas a las 
que asomarse hoy para buscar salvadores, porque sabemos que cuando todo 
tiene precio, nada tiene valor. Tal vez el hecho más doloroso que 
caracteriza el momento que hoy vive Chile y cuya repercusión aún es 
pronto para evaluar (pero que será contundente) es el reciente “Caso 
Caval” que implica al hijo de la Presidenta Bachelet y que representa un
 posible enfrentamiento entre lo legal y lo ético, porque como bien 
refleja en su excelente artículo la periodista Patricia Politzer, no 
sospechosa de querer hacerle el juego a la
oposición: “El enriquecimiento rápido de la pareja Dávalos-Compagnon 
–“en una pasada”, como dicen los que saben de jerga especulativa– es un 
golpe al corazón de quienes creen que existe otra forma de convivencia 
entre los seres humanos, en la que no prima la ambición desatada, la 
competencia y el dinero fácil. Es un mazazo en la cabeza de quienes 
votaron por Michelle Bachelet para que liderara una transformación 
política, económica y social destinada a construir un país más justo y 
equitativo. Los Dávalos-Compagnon representan precisamente aquello que 
la Presidenta prometió suprimir de la sociedad chilena.”
El Programa de Gobierno de la Presidenta Bachelet incorpora una serie de reformas profundas para acercar a Chile a un mundo de menos desigualdad y mayor inclusión ¿Cómo pueden creer los ciudadanos en las intenciones de estas reformas, cuando el propio hijo de la Presidenta participando en su Gobierno parece no creerla y obra con los códigos de la sociedad más capitalista y especulativa? ¿Puede haber un ejemplo que invite más a la violencia y que cause más dolor en quienes confiaron?
Los optimistas como yo podríamos pensar 
que esta es la gota que rebosa el vaso y afortunadamente eso significa 
que ha llegado el momento para no buscar soluciones fuera y plantearnos 
una primera conversación interior y personal: qué puedo hacer para 
mejorar esta sociedad que no me gusta, este mundo que no quisiera dejar a
 mi nieta. Y aparece también entonces la corresponsabilidad de la que 
sin darnos cuenta nos hemos hecho cómplices.
Hace unas semanas almorzaba con un 
coachee español recién llegado a Chile. Me hablaba de su desencanto 
moral con la España de hoy y me regaló una “anécdota-perla” para 
ilustrar lo que quiero decir: Cenaron 4 matrimonios amigos, siguiendo 
una costumbre habitual. Desde luego criticaron el contexto de corrupción
 en el mundo político y su entresijo de lobbistas y empresarios 
colaboradores con esa corrupción con la vehemencia que solemos hacerlo 
en mi país. Al finalizar pagaron la cuenta entre los cuatro. Uno de 
ellos después de aplicadas todas las tarjetas de crédito, planteó que si
 nadie la quería él se quedaba con la cuenta. Otro de los amigos (al 
menos hasta entonces) le pidió que se la dejase un momento para 
comprobar algo y la rompió en pedazos “Al menos con mi parte no vas a 
defraudar”. Desde luego se generó una discusión violenta. ¿Cuántos de 
nosotros no hacemos pequeñas trampas, pecadillos que consideramos 
veniales? ¿Cuántos de nosotros cuando vemos que otros los cometen 
permanecemos pasivos?
¿Qué conversaciones necesitaríamos? 
Vuelvo a la pregunta inicial. La primera es sobre valores, mucho antes 
que otras soluciones necesitamos hablar sobre valores, finalmente las 
soluciones de las que estamos hablando lo son si están construidas sobre
 la confianza que nos da saber que detrás hay valores que compartimos y 
que estaríamos dispuestos a defender.
Algunos de los mensajes más interesantes
 de estos últimos meses los ha dado el Papa Francisco (lo cito desde mi 
posición de no católico), el primero, al atreverse a plantear 
públicamente los 15 pecados o enfermedades de la Curia, la séptima de 
ellas la llamó el alzhéimer espiritual. ¿Qué puede esperar entonces 
quien busca consuelo espiritual si quienes deben administrarlo y 
predicarlo tienen alzhéimer de él? ¿Qué provoca esta falta de 
modelamiento?
Más recientemente al referirse al 
terrible y condenable atentado yihadista contra el semanario humorístico
 francés Charlie Hebdo, Jorge Mario Bergoglio dijo que la libertad de 
expresión tiene un límite, no se puede insultar y lo dijo después de 
reconocer que “matar en nombre de Dios es una aberración”. Su frase de 
“si el doctor Gasbarri dice una mala palabra de mi mamá puede esperarse 
un puñetazo” ha sido interpretada como una invitación al ojo por ojo. Yo
 estoy trayendo a este artículo sus más controvertidas palabras 
precisamente porque en su estilo llano y sincero está diciendo que la 
libertad es un valor que ha presidido nuestra civilización occidental, 
pero el respeto también lo es. ¿Dónde empieza y acaba cada uno?
Me eduqué en la idea de que mi libertad 
termina donde empieza la de los demás. Me eduqué en la idea de ser 
social, de vida con otros, de la importancia del respeto. Uno de las 
causas que nos han llevado a la desconfianza y la violencia ha sido la 
percepción de abuso, de no ser respetados. Por eso soy de los que opinan
 que la revolución francesa (volviendo al país del terrible atentado) 
nos legó un triunvirato de valores: igualdad, libertad y fraternidad con
 la consigna de que debían convivir en armonía.
La historia a partir de ella se ha 
caracterizado por el enfrentamiento, con una violencia más o menos 
sutil, entre los defensores de la libertad y los defensores de la 
igualdad, olvidando que la variable de ajuste viene precisamente de la 
fraternidad, que incorpora ese respeto por el legítimo otro que 
aprendimos de Humberto Maturana.
Si requerimos hoy una conversación central, es una conversación sobre
 valores que nos lleve a resignificar los principios de la sociedad en 
la que queremos vivir y de los poderes que la conformen, sin ello no veo
 muy posible detener la indignación de los distintos sectores sociales, 
especialmente de los que se sienten excluidos de la asignación de 
privilegios, será imposible frenar esta oleada de autoreferencia, y 
egocentrismo, que puede llevarnos a ocupar formas de ver la vida 
personal y del ser en detrimento de la construcción de vínculos sociales
 profundos. Me refiero a que, sin otros asideros, también es un riesgo 
convertir en el centro de la vida la experiencia del ahora, vivir el 
momento, ensalzar un carpe diem que pone el foco en el individuo y nos 
aleja de ocuparnos en la construcción de un futuro para la convivencia 
de las generaciones que nos sucederán.La libertad y la igualdad se enfrentaron, la sustentabilidad y el “vive el presente” se disocian. La noción de sociedad está en crisis frente al yo. Se reafirma la Identidad, como lo que nos diferencia versus la Comunidad como lo que nos une. Hemos construido interpretaciones que nos llevan a dilemas y pares de fuerzas que se oponen y compiten sin hallar la armonía del encuentro. Parece que es tiempo de apostar por los fundamentos de una fraternidad que se base en el respeto, esa forma más civil de referirnos al amor al prójimo.
Quienes vivimos en países en los que no 
nacimos, hubimos de pasar un proceso de mayor autopercepción ¿Quiénes 
somos? ¿Somos en lo que nos diferenciamos de vosotros o somos en el 
firmamento de cosas que nos unen? ¿O somos ambos y nos debatimos en 
creencias y juicios que nos empujan a la soledad de los nuestros?
Puede ser fácil buscar causas simples: 
malos gobiernos, políticos poco éticos, empresarios corruptos, jóvenes 
consentidos y sin espíritu de esfuerzo, jueces comprados, el 
imperialismo neoliberal, los marxismos dictatoriales obsoletos, la 
tecnología orientada al ensimismamiento. Formas todas de poner el 
problema fuera de nosotros. La violencia como reacción en vez de nuestra
 incapacidad para sostener conversaciones que construyan el mundo que 
queremos sin esperar que nos lo den envasado. Conversaciones para la 
posibilidad de una sociedad abierta, que acepte la diversidad y que en 
vez de fundamentalismos construya fundamentos para el amor humano: el 
primero de todos los valores.
Ser coaches nos otorga la posibilidad de
 tener un rol en el impulso de estas conversaciones y tal vez en 
Newfield debieran pensar en un coaching para abrir la apreciación a la 
armonía de lo diverso. Finalmente como dijo Paul Claudel “Lo mejor que 
cada uno puede aportar al mundo es uno mismo”.






 
 



