Me he hecho muchas veces la pregunta de qué cambia y qué
permanece en el arte de dirigir a través de los tiempos o en los distintos
contextos en que se mueven las organizaciones y los grupos humanos. En ese
preguntarme ya parto del supuesto de que hay cosas que permanecen y otras que
se transforman y baso mi supuesto en la observación de un mundo que cambia, de una biología que cambia, de ritmos que
varían, de innovaciones e inventos, de conocimientos que nos transforman y también de ciclos que vuelven, de valores que
permanecen, de una esencia de lo humano que se mantiene a lo largo de los
siglos que conocemos.
No es este un artículo para inventariar esos factores
clasificadamente, sino más bien para subrayar como algo lógico el que cambien
los lenguajes y los propósitos a la hora de dirigir. He citado más de una vez
algo que me impresionó en septiembre del 2.010. En esa fecha se celebró el
Congreso Mundial de RRHH en Montreal al que asistió el psicólogo chileno
Ignacio Fernández y tuvo la ocurrencia de tuitear lo que allí sucedía. En uno
de sus tuits dio cuenta que el profesor experto en organizaciones Henry
Mintzberg dijo en su conferencia, que a pesar de lo que había mantenido en sus
numerosos escritos, al describir el mundo organizacional como un entramado de
estructuras, funciones y procesos, hoy no concebía que en el siglo 21 triunfen empresas que no
se conviertan en una comunidad. Lo releí: comunidad. Distinguí: no ha dicho secta, sino comunidad.
A finales de los años 80 leí el libro de Mintzberg “La
estructuración de las organizaciones”, en el que
hablaba de flujos de
información, descripciones de funciones y puestos, adoctrinamientos, superestructuras
y agrupaciones de unidades. Eran más de 500 páginas, pero en ninguna de ellas
recuerdo que hablase de comunidad o de algo que se le pareciese. Veinticinco años más tarde considera que ese es el factor fundamental. No pienso que es de sabios rectificar, sino que el profesor ve hoy en el escenario en el que vivimos aspectos que antes no veía.
Precisamente en estos días con un grupo de amigos coaches (entre los que
por cierto también está Ignacio Fernández) estamos hablando de qué significa
ser comunidad y esto porque queremos desarrollar una red de comunidades que conversen
y piensen sobre el mundo del que somos parte, para entenderlo mejor y ser mejores observadores de lo que acontece en él y
lo que consideramos posible. Para comenzar nuestra conversación entendimos que debiamos partir de preguntas como ¿Qué es ser Comunidad? ¿Para
qué ser comunidad? ¿Qué nos permite ser Comunidad? ¿Qué nos impide?
Sabemos que comunidad viene de comunión, de unión de lo
común, sabemos que nacemos de una comunión y de nuestra naturaleza gregaria. El
director de cine Roberto Rosellini señala que el fundamento de una sociedad es la
Ley, pero el de una comunidad es el amor. Podemos decir que si hablamos de comunidad
hablamos del amor a algo, de un amor que nos une. Podríamos empezar a distinguir
que no es por tanto por una mera conveniencia por lo que nos reunimos en comunidad, aunque alguien nos dirá que amar
y ser amados es muy conveniente o que lo que nos una sea el amor a un propósito
también es muy saludable y conveniente para el termómetro de nuestras alegrías
y nuestra satisfacción más íntima y profunda.
Empiezo así a entender a Mintzberg y la importancia que
exista un vínculo más sólido entre las personas que conformen una organización,
empiezo a entender a los líderes que construyen comunidades en las que las
personas no sigan simplemente sus propuestas por muy sugerentes que éstas sean,
sino que construyan conjuntamente una visión y la vivan como propia, porque de
esa construcción surge el auténtico compromiso.
Cuando compartimos valores y propósitos podemos dar cabida a
la diferencia a sabiendas que nos enriquecerá, que nos hará más amplios,
podemos ser flexibles sabiendo que lo importante no corre peligro y que esa
flexibilidad permitirá que lo diferente se exprese.
Y esto porque, siendo cierto que nacemos en comunidades, en
tribus o en familias, también en ese “calor” aparece en nosotros el impulso de
la individuación, de nuestro propio espacio, de la diferencia. Cuando las
comunidades eliminan lo diferente surge
la asfixia personal, cuando las sociedades promueven la competencia personal
para sobrevivir surge el anhelo de volver a la comunidad.
Tal vez por eso, en un momento en que los sistemas políticos
y sociales nos están llevando de la prevalencia de la economía de mercado al escenario
de la sociedad de mercado, como lo plantea el profesor de Harvard Michael
Sandel en su último libro “¿Qué no se puede comprar con dinero?” es que en el mundo
empieza a expresarse una indignación, una insatisfacción emergente, un semáforo
que nos alerta de que algo se está derrumbando.
Hoy cuando empezamos a darnos cuenta que el culto a los
egos, que la lógica de competir, que la idea de que todo tiene un precio se
impone, empezamos también a comprender de nuevo que algunos bienes cuando tienen precio pierden su valor. Y ese
valor nos resulta imprescindible para que la corrupción no nos arrase. Eso es
lo que empezamos a sentir cuando la justicia tiene precio, cuando la democracia
tiene precio, cuando la libertad tiene precio, cuando la dignidad tiene precio o
la compañía, la educación, la salud, los momentos de felicidad y placer.
Vuelvo entonces a mi argumento para coincidir con Mintzberg.
Dirigir organizaciones que construyan valor en el mundo en el que operan y
perduren en el tiempo requiere de la creación de un valor interno que no se
mida por el precio, por el logro a cualquier costo o porque el hombre sea un lobo para el hombre.
Requiere del sentimiento de pertenencia a una comunidad en la que podemos
expresarnos de forma diferente, ser individuos distintos y comuneros leales.
La clave parece ser compartir un sueño, construir relaciones
personales de calidad basadas en valores y afectos y situarnos en el espacio de
la abundancia. Era más fácil, profesor Mintzberg,
cuando nos organizábamos por funciones, procesos o comités a los que podíamos
ir a lucirnos, pero reconozco que el desafío me produce un confortable calor por dentro.
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