En mis primeros años de joven empresario,
recién aprendiendo el mundo de las nuevas tecnologías daba conferencias
defendiendo la neutralidad de su ética (como recuerdan mis socios y compañeros
de esa época, con cierta sorna, parafraseaba a Oppenheimer), defendiendo el
impacto en los sistemas de educación (que, por cierto, se cumplió poco) y las
nuevas oportunidades de actividades y profesiones de mayor valor añadido. En
todo caso mantenía que el progreso no se podía detener.
Hoy 40 años después me preocupa que el
pensamiento, la cultura social y la adquisición de capacidades vaya por detrás
de la transformación de las profesiones y las actividades que las tecnologías y
su diferente velocidad de avance producen.
En las conversaciones con los jóvenes su percepción
del futuro es más amenazante que lo era para nosotros. Pocos ven que su vida
vaya a ser mejor que la de sus padres y también pocos ven fáciles oportunidades
de empleo.
No cabe duda que si es así, nos enfrentamos a
un futuro en el que, tan importante como es hoy plantear políticas para la
sustentabilidad del planeta, será plantearnos la subsistencia de una humanidad
que pueda convivir en armonía cuando el empleo como hoy lo conocemos sea
simplemente un recuerdo histórico. Por eso hay que tomar con un especial
respeto las palabras del reputado economista británico Robert Skidelsky,
biógrafo de Keynes, del que hoy aparece en el diario El País la siguiente nota:
"Robert Skidelsky cree que la profecía que
John Maynard Keynes lanzó en Madrid en 1930 de que los nietos de su
generación trabajarían 15 horas semanales puede cumplirse con la revolución
tecnológica.
Este economista y lord británico, nacido en
Manchuria en 1939, autor archipremiado por la biografía del gran economista
inglés , piensa que esta vez los cambios que trae la digitalización no van
a generar más empleo: “Va a una velocidad enorme y es mucho más destructiva
[que anteriores avances tecnológicos]. Además, está penetrando en muchas
ocupaciones y tareas mentales. Antes, en la revolución industrial era solo un
suplemento físico. El coche es una mejora sobre el caballo, pero es un sistema
de transporte y es solo un servicio para la actividad humana. Ahora [con la
inteligencia artificial] mucho empleo cognitivo y mental de la clase media puede
ser automatizado. No hay barreras ni obstáculos”.
Desarrolla sus ideas en una conversación en el
patio de la cafetería de la Organización Internacional del Trabajo
(OIT) en Ginebra, donde este diario ha viajado invitado por el
organismo internacional. Acaba de dar la conferencia inaugural del evento El Futuro del Trabajo organizado los
pasados 6 y 7 de abril por la OIT, inmersa en un proceso largo y ambicioso de
reflexión sobre hacia dónde se dirige el mundo laboral con la revolución
tecnológica y la globalización que culminará en 2019, cuando este organismo
tripartito (Gobiernos, sindicatos y empresarios) cumpla 100 años de existencia.
Está tan convencido de que esta vez la
tecnología sí que va a destruir empleo que afirma que los luditas —los
seguidores de Ned Lud que en el siglo XIX destruían máquinas porque temían
perder su empleo— “no estaban completamente equivocados”.
Entonces “hubo un gran aumento del desempleo”.
Pero “en la segunda mitad del siglo XIX 30 ó 40 millones de europeos fueron a
tierras deshabitadas del nuevo mundo. Los españoles fueron a Sudamérica y los
ingleses y los alemanes a Norteamérica. Dónde van a ir ahora los desocupados”.
La velocidad a la que van los cambios ahora es
una de los argumentos que repite. Y afirma: “La idea de ralentizar la
automatización sería una buena idea. ¿Qué prisa tenemos?”. Cree que ha llegado
el momento de pensar qué hacer cuando baje el número de horas de trabajo: “La
gente quiere trabajar, pero no cualquier número de horas. Tú puedes encontrar
sentido a la vida sin trabajar 60 horas a la semana”, prosigue. “Necesitamos
ser útiles, sentirnos útiles. El trabajo por un salario ha sido la forma
tradicional en que la gente ha contribuido, pero hay otras formas”.
Aunque admite, como ya había apuntado ante el
auditorio, que en este argumento hay un problema: “La gente prefiere trabajar
menos, pero siempre que no gane menos”. No obstante, rechaza que esto sea
porque “las personas sean insaciables” sino por —y aquí toma una idea de otro
gran economista del siglo XX, John K. Galbraith— el papel de la publicidad
y su estimulo del consumo.
Y si la gente trabaja menos y cobra menos por
ese trabajo, ¿cómo sustituir esos ingresos? “Una renta básica universal daría a
la gente la posibilidad de elegir cuánto trabajar”. Mentar este argumento en la
OIT, en su sede central, no es inocuo. Recibir un ingreso, “independientemente”
de la renta o la edad, sin haber trabajado para recibir ese derecho, abriendo
la posibilidad a pagar salarios más bajos o a desplazar determinados costes de
la precariedad al erario público no suele gustar en una de las tres partes que
componen la organización, los sindicatos, de la que procede su actual director
general, el británico Guy Ryder. De hecho, este último se revolvió incómodo
cuando en broma, jugando con su idea, el profesor emérito de Política Económica
de la Universidad de Warwick propuso añadir al nombre de la organización la
palabra “ocio”.
La financiación de esta puede salir “de una
combinación de crecimiento y redistribución”. Porque Skidelsky ya no es
partidario de un impuesto sobre los robots: “Es una idea atractiva, pero tiene
la dificultad de decidir qué es un robot, que es humano y qué es un sistema
mixto”.
Podría parecer que estamos hablando de ciencia-ficción, pero el escenario real que vivimos hoy, nos dice hoy que lo que antaño consideramos ciencia-ficción es cada día menos ficción y nos desafía a dirigir el proceso de transformación considerando todas las variables y no sólo la capacidad de la tecnología de crear sus propias realidades.
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